miércoles, 3 de octubre de 2012

El sabio y el artesano

Por: Anibal Corti
Artículo tomado de Brecha digital, 21 de setiembre de 2012


No es novedad que el nivel del debate público en Uruguay en los últimos lustros es muy bajo. La multiplicación de los ámbitos de opinión y polémica merced al crecimiento y la expansión de Internet no ha contribuido sino a empeorar las cosas. Lo que falta, evidentemente, no es cantidad sino calidad.
Discutir se parece en algunos aspectos a manejar. Para conducir correctamente y evitar accidentes, hay que respetar las reglas y atender a las señales de tránsito.
Algunas señales establecen directivas que el conductor deberá respetar en forma taxativa. Por ejemplo, ordenan detener completamente el vehículo, ceder el paso, no doblar o no adelantar en determinadas circunstancias. Otras señales, en cambio, trasmiten advertencias. Por ejemplo, indican al conductor que debe estar alerta porque hay en el camino una curva pronunciada o una pendiente peligrosa, porque transita una carretera resbaladiza o una zona de tránsito pesado, o porque la ruta puede ser invadida por animales. Esas señales no ordenan cumplir reglas o directivas específicas, sino que indican peligros que el conductor deberá tomar en cuenta cuando está al volante.
Algo análogo ocurre en las discusiones. Existen las reglas formales y taxativas de la lógica, pero también existen advertencias más vagas aunque igualmente importantes.
Carlos Vaz Ferreira sostuvo en su Lógica viva que las personas que se han acostumbrado a tener en cuenta los peligros de la argumentación, mediante la exposición repetida a ejemplos prácticos y su análisis crítico, desarrollan la capacidad de pensar mejor. Uno de los ejemplos típicos de error argumental al que se llega por apresuramiento y falta de prudencia –por no tomar en cuenta las advertencias correspondientes– es la falsa oposición.
No incurrir en falsa oposición es una de las advertencias típicas de Vaz Ferreira. En palabras que no son las del autor, podría formularse así: “Tenga cuidado, a veces en el curso de las discusiones se toman (en general en forma implícita y en el fragor de la disputa) cuestiones complementarias por antagónicas y se malgasta tiempo y esfuerzo en discutir entre alternativas que se tratan como excluyentes, cuando en realidad no lo son”.
Una de esas falsas oposiciones que denunciaba Vaz Ferreira ronda por lo general (a veces explícita, a veces implícita) los debates sobre el futuro de la educación en Uruguay.
Se trata de la vieja dicotomía, siempre estéril, entre trabajo intelectual y trabajo manual, es decir, entre el sabio letrado que custodia, reproduce y expande una cultura libresca –por una parte– y el artesano que forja herramientas y transforma la materia, por otra.
La cultura libresca ha estado siempre bajo sospecha de vacuidad, de  engaño o superchería. Ha sido rechazada desde tiempos inmemoriales por los hombres de espíritu práctico y de pronta disposición a la acción. De la cultura artesanal se ha pensado que no trasciende el carácter de mero instrumento para fines utilitarios inmediatos. Ha sido rechazada desde tiempos inmemoriales por los hombres de espíritu contemplativo, reacios a la búsqueda de la utilidad inmediata y deseosos de alcanzar verdades eternas y universales. Ni unos ni otros tienen razón.
La dicotomía entre conceptos y herramientas (que está en la base de la falsa oposición entre el trabajo intelectual y el trabajo manual) se vuelve obsoleta si observamos la historia de la especie humana como una lucha de organismos que han sido dotados por el proceso evolutivo de un conjunto de herramientas naturales para resolver los problemas generados en su interacción con el entorno. Así, los conceptos que forja la mente pueden ser vistos no como representaciones del mundo, sino como instrumentos más o menos adecuados para la resolución de problemas prácticos específicos. Como los bisturíes, como los martillos, como los marcapasos, como los transistores o los circuitos integrados, los conceptos que forja el trabajo intelectual en sus más variadas modalidades, son instrumentos que nos ayudan a hacer frente a los desafíos del mundo, que nos asisten en la prosecución de nuestras metas e intereses, que nos acercan a nuestros objetivos vitales.
Es peligroso (en términos puramente prácticos) reducir de forma arbitraria, por prejuicios, por mera incomprensión o por la razón que sea, el repertorio de herramientas intelectuales o materiales que está a disposición de las nuevas generaciones. Lo que la educación debe asegurar, más allá de dónde estén puestos los énfasis, es la disponibilidad y el acceso lo más amplio posible a las distintas herramientas que la humanidad trabajosamente ha forjado a través de miles de años de evolución de la cultura.
Mientras tanto, en cada contexto específico, el debate sobre educación, sobre políticas científico-tecnológicas, sobre desarrollo productivo, sobre desarrollo humano, la vieja dicotomía entre trabajo intelectual y trabajo manual, entre actividad contemplativa y actividad productiva, entre pensamiento y acción, entre sabios y artesanos, aparece una y otra vez y se convierte en un falso atajo para pensar los problemas reales: en un camino que no lleva a ninguna parte.