Texto de :Leonardo Boff
lboff@leonardoboff.com
tomado de :
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La presente Copa Mundial de Fútbol que se está celebrando en Brasil, así
como otros grandes eventos futbolísticos, asumen características propias
de las religiones. Para millones de personas el fútbol, el deporte que
posiblemente moviliza a más gente en el mundo, ha ocupado el lugar que
comúnmente tenía la religión. Algunos estudiosos de la religión, solo
para citar a dos importantes como Emile Durkheim y Lucien Goldmann,
sostienen que la religión no es un sistema de ideas; es antes «un
sistema de fuerzas que movilizan a las personas hasta llevarlas a la
más alta exaltación» (Durckheim). La fe viene siempre acoplada a la
religión. Ese mismo clásico afirma en su famoso libro Las formas
elementales de la vida religiosa: «la fe es ante todo calor, vida,
entusiasmo, exaltación de toda la actividad mental, transporte del
individuo más allá de sí mismo» (p.607). Y Lucien Goldamnn, sociólogo de
la religión y marxista pascaliano, concluye: «creer es apostar a que la
vida y la historia tienen sentido; el absurdo existe, pero no
prevalece».
Mirándolo bien, el fútbol para mucha gente cumple las
características religiosas: fe, entusiasmo, calor, exaltación, un campo
de fuerzas y una permanente apuesta de que su equipo va a triunfar.
El espectáculo de la apertura de los juegos recuerda una gran
celebración religiosa, cargada de reverencia, respeto, silencio, seguido
de ruidosos aplausos y gritos de entusiasmo; ritualizaciones
sofisticadas, con músicas y escenificaciones de las distintas culturas
presentes en el país; presentación de los símbolos del fútbol
(estandartes y banderas), especialmente la copa, que funciona como un
verdadero cáliz sagrado, un santo Grial buscado por todos. Y está, dicho
sea con respeto, la bola que funciona como una especie de hostia que es
comulgada por todos.
En el fútbol como en la religión, tomemos como referencia la
católica, existen los once apóstoles (Judas no cuenta) que son los once
jugadores, enviados para representar al país; los santos de referencia
como Pelé, Garrincha, Beckenbauer y otros; existe demás un Papa que es
el presidente de la Fifa, dotado de poderes casi infalibles. Viene
rodeado de sus cardenales que constituyen la comisión técnica
responsable del evento. Siguen los arzobispos y obispos que son los
coordinadores nacionales de la Copa. Enseguida aparece la casta
sacerdotal de los entrenadores, portadores del especial poder
sacramental de poner, confirmar y quitar jugadores. Después vienen los
diáconos que forman el cuerpo de los jueces, maestros-teólogos de la
ortodoxia, es decir, de las reglas del juego, que hacen el trabajo
concreto de conducir el partido. Al final vienen los monaguillos, los
jueces de línea, que ayudan a los diáconos.
El desarrollo de un partido suscita fenómenos que ocurren también en
la religión: se gritan jaculatorias (estribillos), se llora de emoción,
se reza, se hacen promesas divinas (Felipe Scolari, entrenador
brasilero, cumplió su promesa de ir a pie, unos veinte km, hasta el
santuario de Nuestra Señora del Caravaggio en Farroupilha si ganaba Copa
ese año, como así sucedió), se usan amuletos y otros símbolos de la
diversidad religiosa brasilera. Santos fuertes, orixás y energías del
axé son evocadas e invocadas.
Existe hasta una Santa Inquisición, el cuerpo técnico, cuya misión es
velar por la ortodoxia, dirimir conflictos de interpretación y
eventualmente procesar y castigar a jugadores o incluso a equipos
enteros.
Así como en las religiones e Iglesias existen órdenes y
congregaciones religiosas, así hay «aficiones organizadas». Tienen sus
ritos, sus cánticos y su ética.
Hay familias enteras que se van a vivir cerca del Club de su equipo,
que funciona como una verdadera iglesia, donde los fieles se encuentran
y comulgan sus sueños. Se tatúan el cuerpo con los símbolos de su equipo
y no bien acaba de nacer un niño que a la puerta de la incubadora ya es
adornado con los símbolos del equipo, es decir, recibe ya ahí el
bautismo, que jamás debe ser traicionado.
Considero razonable entender la fe como la formuló el gran filósofo y
matemático cristiano Blas Pascal, como una apuesta: si apuestas a que
Dios existe tienes todo a ganar; si después no existe, no has perdido
nada. Entonces es mejor apostar a que existe. El hincha vive de apuestas
(cuya expresión mayor es la lotería deportiva o la quiniela), de que la
suerte favorecerá a su equipo o de que pase algo en el último minuto del
juego, que cambie todo y finalmente gane, por muy fuerte que sea el
adversario. Así como en la religión hay personas referenciales, lo mismo
sucede con los cracs.
En la religión existe la enfermedad del fanatismo, de la intolerancia
y de la violencia contra otra expresión religiosa; lo mismo ocurre en el
fútbol: grupos de un equipo agreden al equipo contrario. Apedrean
autobuses y pueden ocurrir verdaderos crímenes, de todos conocidos, de
hinchadas organizadas y de fanáticos que pueden herir y hasta matar a
seguidores del otro equipo.
Para muchos, el fútbol se ha vuelto una cosmovisión, una forma de
entender el mundo y de dar sentido a la vida. Hay quienes sufren cuando
su equipo pierde y están eufóricos cuando gana.
Yo personalmente aprecio el futbol por una simple razón: portador de
cuatro prótesis, en las rodillas y en los fémures, jamás hacer podría
hacer esas carreras y dar esos saltos y estiradas. Hacen lo que yo nunca
podría hacer, sin caer y romperse. Hay jugadores que son artistas
geniales de creatividad y habilidad. No sin razón, el mayor filósofo del
siglo XX, Martin Heidegger, no se perdía un partido importante, pues
veía en el fútbol la concretización de su filosofía: la contienda entre
el Ser y el ente, enfrentándose, negándose, componiéndose y formando el
imprevisible juego de la vida, que todos jugamos.
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