Artículo tomado
del periódico La Diaria. Columna de opinión Política 18.9.12
Por: Nicolás
Duffau
La sustitución
en la presidencia del Codicen de José Seoane por Wilson Netto da cuenta de un
debate que si bien no se ha hecho explícito se encuentra latente. El cambio no
está sólo asociado a la disconformidad de oficialistas y opositores con la
política educativa. En palabras del presidente José Mujica, la designación de
Netto, un hombre que proviene de la Universidad del Trabajo del Uruguay, en
lugar de Seoane, quien se formó en el IPA y la Facultad de Humanidades, también
apunta a impulsar la capacitación tecnológica y técnica, y a preparar así a los
jóvenes para el mundo del trabajo.
No está del todo
claro a qué apunta Mujica con sus dichos o cuál es su programa de “educación
técnica”. Pero hay un punto significativo en el que importa detenerse: desde la
asunción del actual gobierno en 2010 se ha entablado una confrontación entre lo
técnico y lo humanístico (e incluso contra el trabajo intelectual en general),
en el sentido en que sería la formación técnica la que colaboraría con la
economía del país, ya que proveería de mano de obra calificada a las empresas
existentes y venideras.
Esa necesidad de
mano de obra calificada respondería a una demanda del mercado, a empresas
(rotuladas bajo un inespecífico “inversionistas”) que prometen cuantiosas
inversiones y el desarrollo tecnológico a cambio de pagar pocos impuestos y
contar con personal capacitado. No se trata de increpar el rol que tiene y debe
cumplir la formación técnica. Muy por el contrario, en el sistema actual
cualquier país precisa de una economía sólida, un sector empresarial próspero y
trabajadores que puedan desempeñar su tarea con las mejores garantías; en este
sentido la educación técnica debería ser potenciada. Pero eso no habilita a
despreciar las humanidades como si fueran una formación de segunda que nada
tiene que hacer en nuestro país. Lo técnico y lo humanístico no están en
extremos opuestos; por el contrario, lo importante sería sumar en lugar de
restar un tipo de formación a favor de otra. Seguramente esta visión que
prioriza lo técnico genere utilidades y rentas, pero al mismo tiempo construirá
ciudadanías con un conocimiento procedimental.
Siguiendo este
razonamiento que enfrenta lo técnico con las humanidades, los países que
alcanzaron mayores índices de desarrollo montaron su sistema económico
capacitando a la población fabril, agrícola e industrial en pos del beneficio
económico (los famosos granjeros-universitarios neozelandeses con los dedos
como “morcillas” de los que habla Mujica serían un ejemplo). Así planteado
suena bien. Pero no cuestiona ni un ápice que el país europeo más fuerte desde
el punto de vista económico montó una estructura industrial en la que
participaron empresas que siguen existiendo, utilizando mano de obra bastante
poco calificada a la que los industriales accedían gracias a acuerdos con los
responsables políticos de los campos de concentración ubicados en Alemania y
Polonia entre 1939 y 1944. Ni que hablar que en la actualidad varias empresas
transnacionales se nutren de mano de obra esclava o infantil a priori no muy
calificada.
Hoy en día las
humanidades gozan de mala fama, y quienes las practican son considerados un
grupo de diletantes amantes de la retórica. Pero las humanidades -entendidas en
un sentido amplio y con cruces interdisciplinarios- son algo más que eso:
representan una oportunidad para que cualquier persona pueda ser crítica e
innovadora, capaz de cuestionar la realidad e incluso de transformarla (aunque
sea su propia realidad, pensemos en los beneficiarios de los programas de
alfabetización para adultos). No se trata de formar damitas ilustradas y
hombres universales, sino personas críticas y reflexivas. Por supuesto que ello
no implica que las humanidades sean el monopolio del pensamiento crítico o de
la formación para el ejercicio de la crítica, pero sirven para elevar el foco
de mira, pensar más allá de lo conocido e incluso cuestionar qué pasaría si los
tan esperados “inversores” se fueran o nunca llegaran y dejaran, además de un
país lleno de agujeros, una parte importante de la población capacitada pero
desocupada. Porque la democracia -una doctrina política a la que
perfeccionaron, con distintas perspectivas, varios filósofos- tiene un pilar
fundamental en la capacidad de discernir y argumentar, en el respeto a la
diversidad, en el ejercicio atento de la ciudadanía.
Un hipotético
país poblado de politécnicos (subvencionados por el Estado sin que los
inversores hagan nada por la “educación tecnológica”) seguramente permitirá
capacitar a cada vez más jóvenes y cumplir con las demandas del mercado, lo que
redundará en un beneficio económico. Pero ese país de técnicos que se forman
como enemigos de las humanidades será pobre desde el punto de vista cultural y,
lo que es más preocupante, probablemente la que verdaderamente pierda sea la
vida democrática.
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